miércoles, 29 de diciembre de 2010

MERCADO DE LENGUAS


La historia atribuye a las lenguas, desde Babel, el poder de llevar a las gentes a la ruina. Los Reyes Católicos supieron que no había imperio sin lengua unificadora y la lección la aprendió el emperador Carlos V. Y siglos después los gober-nantes de los Estados Unidos de América. El espa-ñol primero, y luego el inglés, se alzaron como universales sin que nadie lo impusiera. Cierta voluntad de unificación inspira, no sin cierta candidez, a los políticos. Stalin pensó fundir todas las lenguas nacionales en una común y nueva, que no fuera el ruso ni el alemán, y otros gobernantes intentaron suprimir de un sablazo lo que llaman sin respeto dialectos, y aún vilipendiaba cuando no ignoran a quienes los hablan.
Pocas veces los políticos consideran seriamente las lenguas de sus administrados. Consideran molesta la diversidad. Las estadísticas se silencian, los datos se falsean, y en un país como el nuestro no hay quien sepa con fiabilidad cuántos y quiénes son los que, además de usar con destreza el castellano, saben o aún con torpeza emplean el gallego o el valenciano o cualquier otra lengua hispánica. Solo tenemos la certeza de que el castellano es lengua de todos, y la más útil.
El usuario de una lengua, el que recibe la herencia al mismo tiempo que los biberones es su propietario absoluto y artífice de su uso, de su manipulación, de su ajuste y de su perfeccionamiento, porque ese código servirá para abrir las puertas a las cuatro ideas que tenemos sobre este extraño planeta, para pensar en la persona soñada, para escribir la primera carta de amor, para echar una tarde de charla, para llorar la muerte de los nuestros, para reinventar lo que nos envuelve, para desahogarse a gritos, para mandar a donde haga falta a quien sea y para rehacer el mundo en nuestro inviolable pensamiento. Su uso y manejo ha de llevar al individuo a forjar la inteligencia que con tanta sabiduría y gracejo definió el rey Alfonso X en la Segunda Partida: «Ca bien assi como el cántaro quebrado se conoce por su sueno, otrosí el seso del ome es conoscido por la palabra.»
La lengua adquirida, sea el inglés o el catalán, es con frecuencia un código limitado y escaso impuesto unas veces por las modas, otras por el prestigio, otras por el dominio económico y cultural, y otras por un tratado entre dos administraciones públicas a cambio de prebendas tal vez más frívolas y alambicadas. Se negocia con menosprecio a la lengua propia. Se mercadea con las lenguas y su influencia.
La lengua española forma parte de ese reducido grupo de las grandes y se siente fuerte, pero está malucha, le duelen los adentros. La enfermedad es pasajera, mas las gripes en las lenguas, mucho más longevas que en los hombres, duran décadas. Les cuesta a los gobernantes firmar tratados allí donde hacen falta, evitar el cerco a que está sometido el español en algunas de sus zonas de influencia.
El español ha sido lengua mayoritaria en los territorios del noreste de España, y la única hablada por todos los catalanes desde hace siglos, aunque parte de la población haya sido bilingüe. ¿Podría haber ahora allí, como en Estados Unidos, un sentimiento de inferioridad frente al más fuerte?
Cercar al español es fácil cuando no hay poder político interesado en evitarlo. Allí donde las azarosas cotas de poder marcan los designios de los administrados, las lenguas y su enseñanza pueden usarse como moneda de cambio. Sobre cualquier otro aspecto se negocia, en asuntos lingüísticos se cede. Ignoran que el desprecio a la lengua de un individuo es equiparable al que puede hacerse por el color de su piel.
El respeto a la lengua materna es inviolable, sea el inglés, el galés, el catalán o el español. Un extranjero que conozca y hable mi lengua me resultará siempre preferible a un compatriota que la ignore o la desprecie.

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