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icen de un médico que resolvió con un rotundo consejo el problema de un paciente a quien le dolía el ojo cada vez que tomaba café: «quite la cucharilla de la taza», le dijo. En la época de la locura por aprender lenguas (aunque los intentos tantas veces se frustren) y de la informática (en carrera imparable hacia lo insospechado), pocas son las voces que se alzan para pedir que desaparezcan las trabas o cucharillas de la comunicación escrita.
 Una multinacional líder en informática puso en el mercado un invento comparable a lo que fue el papiro o a la máquina de escribir. Se bautizó a la inglesa, «Voice type», y fue capaz de pasar la voz a texto. Los intentos del «Voice type» por utilizar las equivalencias entre los sonidos que pronunciamos y las letras que los representan han fracasado, y se ha recurrido a una cara y compleja unidad lingüística: la palabra. La decepción nos lleva a reflexionar sobre los sistemas de escritura porque también los egipcios utilizaron la palabra como unidad, y se perpetúa en la actual lengua china.
La lengua escrita se muestra estática frente al poder arrollador de la lengua oral. Mientras asistimos a uno de los tres o cuatro momentos más importantes de los últimos tres mil años en cuanto las técnicas para escribir (piedra, papel, soporte magnético...) observamos perplejos el inmovilismo de las exigencias de la escritura (inadecuación sonido-letra, reglas caducas...).
Tres son, en grandes líneas, las etapas que ha superado la escritura: la lexicográfica o escritura a través de dibujos-ideas, la silábica, que aún se conserva en lenguas como el japonés, y la alfabética, que se convirtió en la más práctica por utilizar un escaso número de signos (letras) fáciles de memorizar y de combinar. Y mientras la técnica ha pasado por momentos tan gloriosos como la imprenta, la máquina de escribir, el bolígrafo y la informática, la escritura no ha dado ni un paso notable desde que el griego Aristóteles dijera que «las palabras habladas son los símbolos de la expresión mental y las palabras escritas son los símbolos de las palabras habladas». Pues no, para nosotros, tantos años después, son las palabras escritas raros vestigios de lo que arbitrariamente eligieron nuestros antepasados.
El siglo XIX aún introdujo modificaciones que colaboraron a simplificar los sistemas; el siglo XX, siendo el de los políglotas, es también el de las trabas. Lo que en la lengua oral es agudeza y espontaneidad, se torna graveza en la escrita, en paradójico conservadurismo. Las tímidas revisiones sugeridas por la Academia se entienden mal o se rechazan, tal vez porque no hacen falta parches, sino profundas reformas. «L'écriture est la peinture de la voix; plus elle est ressemblante, meilleure elle est», decía Voltaire ignorando que la lengua que menos caso ha hecho a su máxima es la del propio pensador, tan enrevesada y confusa en el aprendizaje de su escritura que sus usuarios se llenan de malas ideas cuando la aprenden, y parecen desear con rabia vengarse en sus sucesores y hacerles pasar por el mismo calvario antes que allanar las rarezas.
Las lenguas de nuestro entorno (inglés, español, francés) demuestran que la escritura no avanza necesariamente hacia el progreso, pues viven ajenas a la economía del espacio y del tiempo. La tradición, los nacionalismos y otros intereses obstaculizan el camino. Las reformas son más fáciles allí donde las lenguas están menos agobiadas por la historia como en Finlandia, donde ha triunfado un sistema en el que la equivalencia entre los sonidos del habla y las letras que lo reflejan son prácticamente exactas. En el extremo opuesto los defensores de la primitiva escritura china – tal vez el sistema más indómito del mundo - la defienden por su estética, pero es uno de los más abruptos y duros planes de comunicación escrita del planeta. Hoy el chino presta un gran servicio a la camarilla burocrática dominante, y una dura traba para el resto de la nación que en algún momento de su historia ha preferido estudiar esperanto para destruir el muro lingüístico que imponen los distintos dialectos.
 
  Cita Ignace Gelb, brillante autoridad en estos asuntos, el ejemplo del nombre del escritor ruso Chejov y la variedad de grafías con que se puede escribir la consonante inicial (Ch, Tch, C, Tsch, Tsj, Tj, Cz, Cs), la intermedia (kh, ch, k, h, x, j) y la final (v, f, ff) en diversas lenguas del mundo que utilizan el alfabeto latino y que pretenden con ello no variar su pronunciación original. El caos debe llevarnos a considerar la absurda inadecuación de nuestras lenguas al siglo en que el hombre puede llegar a cualquier lugar del mundo en menos de veinticuatro horas. La mejora es el fin de la evolución. No sirve la veneración al pasado ilustre que esgrimen los detractores del progreso porque se olvidan de que el poder creador del hombre hará de la nueva escritura una nueva estética cuando los usuarios manejen un instrumento de comunicación más práctico. 
 A falta de otras propuestas, el alfabeto de la Asociación Fonética Internacional podría servir de cimiento (o por lo menos de ejemplo) hacia una propuesta para la unificación del los alfabetos. La correspondencia entre signo y sonido sería así casi exacta, resultaría un sistema tan sencillo que cualquier niño podría aprender a escribir en corto periodo. La economía ha de ser enorme en el caso de los niños franceses o ingleses y el acceso al segundo idioma dentro de las lenguas que utilizan el alfabeto latino quedaría limpio de trabas, y también allanado el sistema informático de escritura de voz. La búsqueda de sistemas más racionales de escritura debería ser ya el paso que se añada a esa lista de las grandes lenguas históricas iniciada con griego, que está ahora en el inglés, y que ha pasado por el latín, árabe, español y francés. El futuro de la escritura práctica universal ha de llegar sin que los usuarios nos demos cuenta, que es como las lenguas suelen cambiar. Aunque estamos muy lejos de traducir a otra lengua las sutilezas de la propia, la información a través de imágenes (aeropuertos, fronteras, congresos internacionales, modos de empleo…) anuncia futuros sistemas universales de comunicación, y eso a pesar de que las variedades de signos o letras para escribir Chejov y la cucharilla que no queremos quitar de la taza de café sean indicios de inmadurez en el manejo y uso de la escritura.

 
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