Vamos a contar mentiras. Digamos que queremos manipular el genoma humano
en busca de la igualdad y en contra del choriceo de los políticos. Podríamos
hacer algo parecido a lo que la naturaleza atribuye a la abeja colmenera: la
categoría de obrera garantiza la homogeneidad de derechos y deberes. Ninguna
envidia a los zánganos; ninguna justicia interviene cuando la reina más fuerte
se adueña de su función reproductora única después de exterminar a las otras
candidatas. Corrupción imposible. Ningún resquicio a la trampa. Todo se aloja
en los genes. Ahora que sabemos manipularlos, podrían los científicos alterarlos
de tal suerte que las siguientes generaciones, pues la nuestra ya no tiene
remedio, produzcan individuos altos y fuertes, bellos y seductores, ágiles y astutos,
dotados de voz armoniosa, de personalidad sin vicio, de memoria infalible, de
carácter estable, de moral impoluta, y de ambición en grado cero. Como las
hormigas. Abnegados y virtuosos. Quedaría así el género humano privado de
depresiones, de sentimientos de soledad, de excesos de locura, de insomnios, de
angustias, de tristezas, de tormentos ante la elección moral o ética, y también
de alegrías, de sorpresas, de placeres, de recompensas; y ajenos a las pasiones,
a la belleza, al amor, a los dioses, a la poesía, a los peligros, a los éxitos,
al bien y al mal, al encanto de las cosas, al placer de pecar… Yo no sé si desearles
un mundo así a biznietos y tataranietos… A lo mejor tendrían que reivindicar el
derecho a la desdicha como dice la letra de la sevillana: Si me enamoro algún día me desenamoraré, para tener la alegría de
enamorarme otra vez.
La ciencia, el desarrollo, no exime del mal. El
gas de efecto invernadero calienta el planeta, hemos roto la capa de ozono, una
demografía galopante agota los recursos, desaparecen los bosques y las especies
animales, ganan terreno los desiertos, la atmósfera se enrarece, aumenta la
basura radioactiva, detritus humanos inundan los océanos y, lo más grave, lo
que más deja al descubierto la miseria
humana: no deja de agrandarse la fosa que separa a ricos de pobres. Los veinte
países desarrollados superan unas cuarenta veces a los veinte que conviven con la
miseria. El cinco por ciento de la población mundial está formada por americanos
del norte que consumen más del veinte por ciento de los recursos humanos. Si quisiéramos elevar el nivel de vida del
mundo entero hasta el de los países occidentales necesitaríamos tres planetas
más como la tierra para abastecer la demanda. Este formidable desequilibrio
entre los desheredados y los otros abona las tensiones. Abandonados a su suerte
en la carrera de la modernidad, ajenos a sus beneficios
materiales, asumen, en mayor medida que los ricos, las consecuencias de la
degradación del medio ambiente, de la polución y, muy especialmente, de la corrupción
política. Por eso radicalizan sus votos cuando es posible votar, o sus deseos
cuando disponen de un arma; por eso provocan que chirríe una sociedad podrida,
y alimentan la hierba que siembran ideales torpes en busca de una ruptura sin
miramientos a ver qué pasa, aunque lo que pase sea peor que lo que ya está
pasando.
Si queremos evitar ese quebrantamiento
permanente de las formas, ese descontento de los agraviados, habría que
modificar nuestras conciencias, o nuestro genoma, en busca de una sociedad
justa. Pero encontramos, por el otro lado, una excepcional pérdida que Machado
evocaba así: Hijo, para descansar, es
necesario dormir, no pensar, no sentir,
no soñar… Madre, para descansar, morir. También se podrían modificar las
leyes para que ningún político, como en la violencia de género con el varón agresivo,
pueda acercarse a cien metros del billete de quinientos euros. Por el mar
corren las liebres por el monte las sardinas.
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